Desde muy niña he vivido en una bonita burbuja de sueños. Materiales, irreales, utópicos, a largo plazo, a corto plazo, ansiosos, impacientes. Adjetivos infinitos, similar a la cantidad de sueños que abundan en mi corazón. Recuerdo que cuando tenía entre 6 y 7 años y sentada en el banco de mi colegio por allá en Santiago de Chile, nuestra profesora nos explicaba sobre el universo. Sus planetas, sus lunas, estrellas y la infinidad de inexplicables e inexploradas áreas de éste. Incluso mi déficit atencional disfrutó de esa clase , donde ambos soñábamos con ponernos nuestro mejor atuendo de astronauta y navegar por los infinitos mares de la vía láctea. Al llegar a casa les dije a mis papás que quería conocer el universo. Ellos, con una tierna sonrisa, me miraron y me dijeron que el universo estaba muy lejos y que no tiene fin, que es infinito y muy difícil de conocer. ¿Y el planeta tierra? pregunté. Posiblemente. Pero para personas como nosotros (de clase económica media-baja) es muy